sábado, 14 de junio de 2008

ALBORES DEL SIGLO XIX EN LA NUEVA ESPAÑA

En esta segunda colaboración, comentaré acerca de cómo se vivieron los primeros años del siglo XIX en las colonias que España tenía en América, y aunque específicamente hablaremos de lo que fue la Nueva España, hoy Méjico, en realidad una situación similar se vivió en todas las colonias, desde la frontera con el Canadá hasta la Tierra del Fuego y la Patagonia.

La independencia de las colonias americanas tal vez podría encuadrarse como algo natural dentro de un proceso de desarrollo histórico, sin embargo, en el caso concreto de las colonias españolas en América fue un proceso un tanto artificial y cuando menos aprovechado por las logias masónicas tan allegadas al liberalismo inglés y norteamericano anglosajón.

Historiadores serios como don Carlos Alvear Acevedo han dividido a las causas de la independencia en causas internas y causas externas.

Entre las primeras, identifica el desenvolvimiento económico de la Nueva España, el cual permitía pensar que la colonia podía vivir por ella sola sin tener que depender materialmente de la metrópoli.

Otra de las causas internas fue la oposición de los novohispanos, concretamente los hijos y descendientes de españoles peninsulares, al trato que a partir sobre todo de la subida al poder de la dinastía de los Borbones en 1700, había convertido una misión evangelizadora y por ende, civilizadora, en una dominación meramente mercantilista y colonialista. Derivado de esa concepción colonialista, España cometió múltiples errores en las colonias, como limitar su producción agrícola y minera, según dictados de la Casa de Contratación de Sevilla.

En cuanto a causas externas, evidentemente tenemos que hablar de la difusión de ideas revolucionarias de corte masónico anticatólico, sobre todo a través de libros protestantes que ingresaban de contrabando y de las influencias políticas del protestantismo inglés, el liberalismo anticatólico francés y el federalismo antinatural yankee.

También es necesario decir que el 12 de diciembre de 1809, cuando Napoleón Bonaparte se había apoderado de gran parte de España, dijo que no se opondría a la independencia de sus colonias, puesto que ella “está en el orden necesario de los acontecimientos, está en la justicia, está en el interés bien entendido de las potencias”. Varios comisionados envió Napoleón a América para hacer propaganda y uno de ellos fue el general D´Almivar, quienes debían apoyar la emancipación política.

Es decir, que el proceso de independencia, que a primera vista era un acontencimiento natural, en el caso concreto de las colonias españolas en América fue un producto fermentado y podrido de las ideas anticatólicas y entiespañolas que buscaban separar a las colonias de España para interrumpir la misión evangelizadora y civilizadora, aunque es cierto también que la monarquía reinante en España, los malhadados Borbones, pusieron todo de su parte para ayudar a los enemigos de Dios y de su Reino.

El primer intento serio por independizar a la Nueva España de la Metrópoli fue la declaración del Ayuntamiento de la Ciudad de México del 9 de agosto de 1808, en voz del Lic. Francisco Primo de Verdad y Ramos, quien ante las renuncias al trono de Carlos IV y de su hijo Fernando VII y el encumbramiento de José Bonaparte como Rey de España, declaró que en ausencia del gobierno legítimo que era el Rey, el pueblo, considerado como fuente y origen de la soberanía, tomaba de nuevo ésta para depositarla en un gobierno provisional que debía actuar en ausencia del monarca.

Lógicamente esta declaración provocó la furia de los peninsulares, quienes refundieron al Lic. Primo Verdad en prisión, donde moriría 2 meses después.

Después vino la revuelta armada de 1810, sanguinaria y bandolera encabezada por un cura rebelde, modernista, hereje y cínico, Miguel Hidalgo y Costilla. Su lema “vamos a matar gachupines –adjetivo peyorativo de los españoles peninsulares—habla de la “profundidad” y “bondad” de su programa político.

Los mejicanos patriotas consideramos que la verdadera independencia de la Nueva España, para dar lugar a lo que hoy es Méjico, se dio a raíz del Plan de Iguala, dado en febrero de 1821, debido al genio del teniente coronel Agustín Cosme Damián de Iturbide y Aramburu, nacido en la Ciudad de Valladolid (Méjico), militar valiente y capaz como pocos, patriota a carta cabal, católico devoto, esposo y padre de familia ejemplar.

Iturbide era partidario de la independencia, pero no de una derivada de ideas masónicas ni mucho menos de una que sirviera para desmembrar la Patria Hispanoamericana y nos dejara a merced de las intrigas masónicas yankees.

En su Plan de Iguala, manifestó tres objetivos o garantías, que fueron: a) la unidad religiosa, con base en el catolicismo como religión única, como era el sentimiento unánime del pueblo; b) la independencia completa respecto de España, con una monarquía constitucional como gobierno; c) la unión de todos los habitantes sin distinción de razas. Habría además un Congreso que redactaría la Constitución para el Imperio Mexicano y una Junta provisional gobernaría mientras llegaba el monarca.

Las garantías de religión, unión e independencia se simbolizaron en la bandera de tres colores diagonales que fueron, respectivamente: blanco, rojo y verde, que ha sido, desde entonces, la bandera mejicana, aunque con modificaciones en la colocación.

El Plan de Iguala hizo posible que la guerra, que hasta entonces sólo había sido civil y de facciones, se transformara en guerra nacional; respetaba la unión espiritual de los mejicanos; y aseguraba un sistema político en el que, manteniéndose la tradición, se daba participación al pueblo en el gobierno. Gracias al Plan de Iguala y a la acción de Iturbide, pudo consumarse la independencia casi sin derramamiento de sangre, a diferencia de lo que había ocurrido en los años anteriores.

Es éste y no otro el origen de la nación mejicana.

El sentido agónico de la vida

¿Dentro del colectivo de almas que componemos una sociedad, siempre existimos algunas personas que, tanto por designio divino como por mérito propio, sentimos la imperiosa necesidad de analizar la realidad que nos rodea, comparar el mundo que vemos con lo que nos dicta nuestra conciencia, y no podemos evitar el darnos cuenta de que este mundo anda mal, y la vida no va conforme a lo que nos dice nuestra mente y nuestro corazón.
Decía Santo Tomás que la ley natural es aquél dictado que Dios pone en nuestra mente y en nuestro corazón para cumplir su Plan Divino.
Basta lo anterior para darse cuenta de que la sociedad actual, el mundo del siglo, no está ni remotamente cercana de cumplir con el Plan Divino.
Mucho de cuanto se piensa, dice, hace o deja de hacer, es radicalmente contrario a lo que Dios quiere para la humanidad por él creada: odios, guerras, traiciones, maldad sin fin, hambre, destrucción, etc. Tal pareciera que es la iniquidad la que gobierna al mundo.
Con base en lo anterior, es perfectamente lógico preguntarnos: ¿para qué luchar? Es más, ¿para qué darnos cuenta de que el mundo está mal? Hablando con sinceridad, ¿quién de nosotros no ha caído nunca en la tentación de cerrar los ojos y pensar en lujos y placeres, tratando de adormecer nuestra conciencia y nuestros sentimientos?
Precisamente por ese diario combate que debemos sostener para no sucumbir ante las maldades de este mundo primero, y tratar de luchar por cambiarlo después, es que la vida del cristiano es una diaria agonía, en el significado griego de la palabra, no entendido como muerte, sino como lucha.
Nuestra vida se convierte en un combate despiadado, cuerpo a cuerpo, sin trinchera ni descanso, entre lo bello y bueno, lo verdadero y justo, contra lo horrible, lo falso y lo malo.
Y este combate no queda solamente a nivel psíquico y metafísico, sino que abarca hasta el detalle más insignificante de nuestra vida.
Varias veces he oído decir a varias personas que hoy en día lo que predomina en la moda y las artes es lo feo, grotesco, ruin y vulgar.
Desde la música rap por ejemplo, más propia de enfermos mentales; la cultura del cigarro y del café en ayunas, que sólo estraga el estómago; el sexo desenfrenado que agota el organismo estérilmente y rebaja los afectos sublimes del alma; el hábito juvenil de desvelarse sin sentido en ocupaciones inútiles €“decía José Vasconcelos que sólo los dementes o enfermos no duermen-- hasta llegar a la más horrenda y degenerada corrupción en la política y los negocios, todo apunta a una destrucción de la civilización.
Quien esto escribe, en alguna clase de la carrera de Abogado, tuvo el privilegio de contar con un maestro que procuraba intercalar entre clase y clase sesiones de degustación de panes, quesos y vinos, escuchando música clásica y contemplando una película documental de alguna ciudad europea como Madrid, Londres, París, Roma o Florencia.
En su momento no capté la importancia de la, al parecer, excéntrica costumbre del maestro.
Sin embargo, con el tiempo llegué a comprender que tal maestro vivía agónicamente su vida. Es decir, luchaba a cada instante y segundo, por alejar de sí esa tendencia natural a lo feo y malo, para que aflorara toda su vena creativa, o cuando menos, admiradora y contemplativa de la belleza y majestad de la obra humana.
Acaso lo haría con el callado deseo de que tuviéramos una formación ética y estética que pudiera amortiguar en alguna medida la avalancha de podredumbre e inmoralidad que se nos vendría encima al comenzar nuestra vida laboral en la corrompida profesión de Abogado.
¿Qué nos lleva a pensar la anécdota narrada? Que así como lo que vemos ahora a nuestro alrededor es maldad y mal gusto, esto no es el destino final del hombre.
El Divino Creador es la Verdad, el Bien y la Belleza máxima. Dicen las Sagradas Escrituras que nos creó a su imagen y semejanza. Si el ser humano ahora es peor que una bestia, no es culpa de Dios, ni mucho menos es nuestro destino.
Las más grandes obras han sido producto de la mente y de las manos de los hombres. Edificios majestuosos, pinturas, melodías que reconfortan el alma, esculturas, descubrimientos científicos, inventos tecnológicos, etc. Todo eso ha sido hecho con el corazón y la mente puestas hacia arriba, apuntando al cielo, donde mora Dios.
Dios nos creó y también nos dotó de libre voluntad para escoger el Bien o el mal y actuar en consecuencia con nuestra elección. Aún si en determinados momentos de nuestra vida hemos optado por lo malo, siempre existe el camino del arrepentimiento y la posibilidad de enderezar el camino. Dios perdona hasta setenta veces siete.
Nuestra lucha diaria debe ser, pues, una agonía. Dicen por ahí que sólo quien ha sabido vivir, merece morir. Yo agregaría lo siguiente: sólo quien ha sabido vivir luchando, merece morir.
Las armas están a la vista: nuestra estirpe de Nación Hispano-Católica nos reviste de características físicas y psíquicas para salir adelante.
Llenemos de bondad y belleza el mundo que nos rodea, y dejemos de una vez por todas de ser masa amorfa, mercado de economistas capitalistas y votantes de políticos degenerados.
Seamos ALMAS BELLAS, y dejemos atrás nuestra historia de HOMBRES-BESTIA